Fátima Leyva en las canchas de Ixtapaluca
Ella protagoniza la fotografía más grande del cuarto. Un marco de madera la rodea. Lleva una camiseta verde con el número ocho en el centro. Sus piernas fuertes y de guerrera protegen como a la vida, un balón de futbol que es acechado por la enemiga. Es líder y lleva en sus hombros el honor de defender el nombre de un país. Y es que el verde de su camiseta se confunde con el del campo de fútbol donde Fátima Leyva ha vivido los mejores años de su vida siendo seleccionada nacional mexicana y capitana de un escuadrón de jóvenes futbolistas que lograron hazañas en canchas extranjeras.
A los cuatro años, conoció lo que era el futbol al lado de su padre, Alejandro, que inculcó en ella el amor por este deporte, luego de que su hijo varón no mostró afinidad por él. Sus primeros pasos profesionales los dio en el equipo de fútbol rápido Rayos Sur. La estancia ahí duró cuatro años aproximadamente, hasta que logró formar parte de las filas de selección nacional en 1997.
Olimpiadas, Juegos Panamericanos, Juegos Olímpicos y Copas del Mundo. Son los senderos por los cuales ha caminado Fátima. Los problemas económicos, escolares e incluso físicos, no representaron obstáculo suficiente para que ella emprendiera una carrera donde la presencia femenina no es abundante.
“Le conseguí un equipo, pero no la metían, yo creo pensaban que la iban a quebrar por flaquita”, declara su padre como parte de la historia de vida. Su baja estatura y su complexión delgada significaron el primer problema, que pronto superó cuando notaron sus habilidades técnicas.
Fátima dejó la selección nacional en 2007, por motivos aún desconocidos, aunque se presume fueron problemas originados por las opiniones distintas que tenía con Leonardo Cuéllar, el entrenador.
Años antes de abandonar el equipo, Fátima fue operada de la rodilla, pero las complicaciones y el rápido regreso a las canchas afectaron su recuperación provocándole una recaída. Surgieron problemas con Cuéllar y con la Federación Mexicana de Futbol, por una negligencia que, según palabras de su madre Angélica, cometió el médico que la atendió. La relación entre Fátima y los dueños del balón en México comenzó a deteriorarse.
Sus amigos se sorprenden al notar que su domicilio es el mismo a pesar de su éxito. Angélica reitera que ellos no saben que en selección ganan de dos a tres mil pesos mensuales, un ingreso que no lleva a la riqueza, sino a la sobrevivencia. Fátima juega futbol por amor, no por ambición.
Al principio, ni siquiera tenían ropa. Pedían prestada la del seleccionado varonil; tampoco había autobuses exclusivos, sino que se trasladaban en micros y transporte público.
En los años en que Fátima ingresó a selección no era posible concebir una mezcla entre escuela y deporte, por eso dejó la preparatoria para ir con el equipo a Estados Unidos. “La escuela ahí se queda, no se mueve”, le repetía a su madre para convencerla de su decisión. Recibió el apoyo necesario.
En la actualidad Fátima sigue un camino en clubes extranjeros. Dos veces por año regresa a casa. Es la misma que de niña soñó con jugar futbol, la misma que en la modesta cancha de la colonia Alfredo del Mazo en Ixtapaluca, Estado de México dio las primeras patadas a un balón, la misma que portó el gafete de capitana en la selección nacional y la misma que regresa a su hogar con el ímpetu de siempre. Porque el futbol no sólo es parte de su vida, sino su vida entera.
Fotografía: Jemima Sebastián